Aquellos Vecinos

He vivido en muchos municipios colombianos, y en cada mudanza uno está pendiente de dos cosas: de los objetos más queridos –que normalmente se desaparecen o dañan en los trasteos– y de los vecinos que te tocan en la cuadra. 
Los vecinos colombianos, a diferencia de los vecinos gringos de película, no te reciben con un pie de manzana ni se presentan amablemente: acá te miran con sospecha, desde la llegada. Observan morbosamente los paquetes que uno va bajando del camión, a ver qué objeto delata la calaña de los recién llegados, “¡qué joyitas nos habrán llegado al barrio ahora!”.
A mí me han tocado todo tipo de vecinos: costeños escandalosos, paisas (que nunca faltan), parejas con ataques de crisis (con azote de puertas y muebles lanzados por la ventana), vecinas calcomanía (al principio bellas personas, después imposibles de despegar de tu sala), vecinos ninja (esos que sabes que ocupan la casa del lado, pero nunca los has visto), vecinas con talón de Aquiles (amables pero ay de dónde le toquen el jardín de gardenias o las rosas), vecinos de machete y alcohol industrial, vecinos de la fuerza pública (que arman rumbas ruidosas cuando menos te lo esperas y si uno llama al 112 eso es llevarle más invitados), vecinas tentación mortal (buenísimas pero con marido traqueto) y claro, vecinos parceros, con los que se puede cerrar la cuadra para jugar banquitas o rumbear en comunidad todos los diciembres. 
Entre todos los vecinos recuerdo a una en especial: doña Maruja. A ella los papás le decidieron el destino desde que nació: “Serás chismosa: te llamarás Maruja” y soltaron esa máquina de espionaje profesional en el barrio. De niña fue detestada porque sabía de quién era la pelota que quebró el vidrio de don Sergio, cuál era la moza del señor de la tienda y quiénes visitaban a su mamá cuando su papá no estaba. Y yo la conocí justo en el esplendor de su mágister de chismógrafa: jubilada y ama de casa. 
Todas las noches cuando llegaba tarde a mi casa sentía ojos en la nuca. Me giraba, y en la ventana estaba la cara de la vecina Maruja, sonriendo, con gesto leve de: te pillé, muérgano. Con mi hermana pasaba lo mismo. Ella no pudo seguir recibiendo las visitas de su novio en la puerta, porque sentía que su relación se había vuelto un trío. Llegó un punto donde su novio le dejo "cada que te beso no dejo de pensar en esa señora de la ventana". 
A mí me hizo la máxima. Un día comencé a guardarles trago a mis amigos en mi cuarto. En las noches, cuando se iban a rumbear, por la ventana les pasaba las botellas envueltas en bolsas. Doña Maruja se dijo: “esto se volvió un expendio de drogas, ¡un jibariadero!”. Y llamó a la patrona de la casa; no a mi mamá: ¡a la dueña! Así, doña Maruja se convirtió en la instigadora de la última cascada que me dieron de adolescente. Todavía tengo, en alto relieve y en un lujoso color carne claro, la cicatriz de dos cablezasos entre los tantos que recibí esa semana, ¡por jíbaro, marihuanero y alcoholico! An Capone, me chapearon en la cuadra. Un mes después tuvimos que mudarnos, pues la propietaria no iba a permitir que en su propiedad hubiera un negocio de narcotráfico. Después la extinción de dominio y etc etc. Todo gracias a la infame de Maruja. No digo más, porque si Maruja lee esto, proclamará en mi antiguo barrio que me convertí en todo un chismosito de la red, que me pinté el pelo de amarillo y silbo a cada rato ¡fuiiiiuuuuiiiiii! 



Comentarios

Estudiantes de publicidad ha dicho que…
Por aquí por mi casa está la hermana de Doña Maruja, es igualita, tal cuál como tu vecina, solo que ésta se llama Magnolia.
¡Me reí mucho con tu historia!

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