Capítulo 15. "El recuerdo de María Lima Mendes". En Bartleby y cía de Enríque Vila-Matas
15) Trabajé en París a mediados de los años setenta, y de esos días me llega intacto ahora el recuerdo de
María Lima Mendes y del extraño síndrome de Bartleby que la tenía atenazada, paralizada, aterrada.
De María yo me enamoré como no lo he estado nunca de nadie, pero ella no estaba por la labor, me
trataba simplemente como compañero de trabajo que era de ella. María Lima Mendes era hija de padre cubano y de madre
portuguesa, una mezcla de la que
estaba especialmente orgullosa.
—Entre el son
y el fado —solía decir ella, sonriendo con un deje de tristeza.
Cuando entré
a trabajar en Radio France Internationale y la conocí, María llevaba ya tres años viviendo en París, antes su vida se había repartido entre La Habana y
Coimbra. María era encantadora, de una belleza mestiza extraordinaria, quería ser escritora.
—Literata
—solía precisar con una gracia cubana tocada por la sombra del fado.
No es porque
me hubiera enamorado por lo que lo digo: María Lima Mendes es de las personas
más inteligentes que he conocido en mi vida. Y una de las más dotadas, sin duda
alguna, para la escritura,
concretamente para la invención de historias
tenía una imaginación prodigiosa. Gracia cubana y tristeza portuguesa en estado puro. ¿Qué pudo ocurrir para que no se convirtiera en la literata que quería ser?
La tarde en
que la conocí en los pasillos de Radio France, ella ya estaba seriamente touché por el síndrome de
Bartleby, por la pulsión negativa que había ido sutilmente arrastrándola a una parálisis total frente a la
escritura.
—El Mal —decía
ella—, es el Mal.
El origen del Mal había que situarlo, según María, en la irrupción del chosisme, palabra rara para mí
en aquellos días.
—¿El chosisme,
María?
—Oui —decía ella, y asentía con la cabeza y contaba
entonces cómo había llegado a
París a comienzos de los setenta y cómo se había instalado en el Quartier Latin
con la idea de que ese barrio iba a
convertirla muy pronto en literata, pues no ignoraba que sucesivas generaciones de escritores latinoamericanos se habían instalado en ese barrio y allí
felizmente habían encontrado
las condiciones ideales para ser escritores. Y citaba María a Severo Sarduy, que decía que éstos no se exiliaban, desde principios de siglo, ni a Francia ni
a París, sino al Quartier Latin y a dos
o tres de sus cafés.
María Lima
Mendes pasaba horas en el Flore o en el Deux Magots. Y yo muchas veces conseguía estar allí sentado con ella,
que me trataba con gran delicadeza como amigo pero no me amaba, no me amaba nada aunque me quería algo, me quería porque le daba pena mi joroba.
Muchas veces lograba pasar un rato agradable
junto a ella. Y más de una vez la
oí comentar que, cuando llegó a París, instalarse en aquel barrio había significado para ella, en un primer momento, entrar a formar parte de un clan, integrarse
en un blasón, algo así como abrazar
una orden secreta y aceptar la delegación de
una continuidad, quedar marcada por esa heráldica de alcohol, de ausencia y de silencio que eran los máximos distintivos del literario barrio y de sus dos
o tres cafés.
—¿Por qué
dices que de ausencia y de silencio, María?
De ausencia
y de silencio, me explicó un día ella, porque muchas veces le llegaba la nostalgia de Cuba, el rumor del Caribe, el olor dulzón de la guayaba, la sombra
morada del Jacaranda; el
manchón rojizo, sombreando la siesta, de un flamboyán y, sobre todo, la voz de Celia Cruz, las voces familiares de la infancia y de la fiesta.
A pesar de
la ausencia y del silencio, al principio París fue sólo para ella una gran fiesta. Integrarse en un blasón y abrazar la orden secreta se volvió dramático en el
momento en que apareció en la vida de María el Mal que iba a impedirle ser literata.
En su primera
etapa, el Mal se llamó concretamente chosisme.
—¿El chosisme,
María? ,
Sí. La culpa
no había sido de la bossanova sino del chosisme. Cuando llegó al barrio
a comienzos de los setenta, estaba de moda
en las novelas prescindir del argumento. Lo que se
llevaba era el chosisme, es decir, describir con morosidad las cosas: la mesa, la silla, el cortaplumas,
el tintero...
Todo eso, a la larga, acabó haciéndole mucho daño. Pero cuando llegó al barrio eso no podía ni sospecharlo.
Nada más instalarse en la rué
Bonaparte, había comenzado a poner manos a
la obra, es decir, había empezado a frecuentar los dos o tres cafés del barrio y había empezado a escribir, sin más dilación, una ambiciosa novela en las mesas de
esos cafés. Lo primero, pues, que había hecho era aceptar la delegación de una continuidad. «No puedes ser indigna de
los de antes», se había dicho pensando
en los otros escritores latinoamericanos
que a la lejanía le habían dado, en las terrazas de esos cafés, consistencia, textura. «Ahora me toca a mí», se decía ella en sus animadas primeras visitas a
aquellas terrazas, donde se había
embarcado en la escritura de su primera novela, que llevaba un título francés, Le cafard, aunque iba a escribirla en español, por supuesto.
Empezó muy
bien, siguiendo un plan preconcebido, la novela. En ella, una mujer de
inconfundible aire melancólico estaba
sentada en una silla plegable de las que había colocadas en hilera, junto a otras
personas de edad avanzada, silenciosas, impasibles, contemplando el mar. A
diferencia del cielo, el mar
presentaba su acostumbrado tono gris oscuro. Pero estaba tranquilo, las olas hacían un ruido apaciguador, sedante, al romper suaves en la arena.
Se acercaban a tierra.
—Tengo el
coche —decía el de la silla contigua.
—Ése es el Atlántico, ¿no?
—preguntaba ella.
—Pues claro. ¿Qué se creía usted que era?
—Pensé que
podía ser el Canal de Bristol.
—No, no.
Mire. —El hombre sacaba un mapa—. Aquí está el Canal de Bristol y aquí estamos nosotros. Éste es el Atlántico.
—Es muy gris
—observaba ella, y le pedía a un camarero un agua mineral bien fría.
Hasta aquí
todo bien para María, pero, a partir del agua mineral, se le encalló dramáticamente la novela, pues le dio a ella de repente por practicar el chosisme, por
rendir culto a la moda. Nada menos
que treinta folios dedicó a la descripción minuciosa de la etiqueta de la botella de agua mineral.
Cuando
concluyó la exhaustiva descripción de la etiqueta y regresó a las olas que rompían suaves sobre la arena, la novela estaba tan bloqueada como destrozada, no pudo
continuarla, lo que le produjo tal desánimo que se refugió totalmente en el trabajo recién conseguido en Radio
France. Si sólo se hubiera refugiado en eso..., pero es que le dio también por sumirse en el minucioso estudio de las
novelas del Nouveau Román, donde se daba precisamente la máxima apoteosis del chosisme, muy especialmente en
RobbeGrillet, que fue al que María
más leyó y analizó.
Un día, ella decidió retomar Le cafard. «El
barco no parecía progresar en ninguna dirección», así comenzó su nuevo intento de ser novelista, pero lo comenzó con un
lastre del que era consciente:
el de la obsesión robbegrilletiana por anular el tiempo, o por detenerse más de lo necesario en lo trivial.
Aunque algo le decía que sería mejor apostar por la
trama y contar una historia a la vieja usanza, algo también al mismo tiempo la frenaba con dureza al decirle que
sería vista como una palurda
novelista reaccionaria. Que la acusaran de eso la horrorizaba, y finalmente decidió continuar Le cafard en el más puro estilo robbegrilletiano: «El muelle,
que parecía más alejado por efecto de la
perspectiva, emitía a uno y otro lado de
una línea principal un haz de paralelas que delimitaban, con una precisión que la luz de la mañana aún acentuaba más, una serie de planos alargados,
alternativamente horizontales
y verticales: el antepecho del parapeto macizo...»
No tardó
mucho, escribiendo así, en quedar de nuevo totalmente paralizada. Volvió a refugiarse en el trabajo, por esos
días me conoció a mí, escritor también paralizado aunque por motivos distintos
de los suyos.
A María Lima Mendes el golpe de gracia se lo dio la revista Tel Quel.
Vio en los
textos de esa revista su salvación, la posibilidad de volver a escribir y,
además, hacerlo de la única manera posible,
de la única manera correcta, «tratando —me dijo un día ella— de llevar a cabo el desmontaje impío de la ficción».
Pero muy
pronto chocó con un grave problema para escribir ese tipo de textos. Por mucho
que se armaba de paciencia a la hora
de analizar la construcción de los escritos de Sollers, Barthes, Kristeva, Pleynet y compañía, no acertaba a entender bien del todo lo que esos textos proponían.
Y lo que era peor: cuando de vez en
cuando entendía lo que querían decir
esos escritos, quedaba más paralizada que nunca a la hora de empezar a escribir, porque, a fin de cuentas, lo que allí
se decía era que no había nada más que escribir y que no había ni siquiera por dónde empezar a decir eso, a decir que era imposible escribir.
—¿Por dónde
empezar? —me preguntó un día María, sentada en la terraza literaria del Flore.
Entre
aterrado y perplejo, no supe qué decirle para animarla.
—Sólo queda
terminar —se contestó ella a sí misma en voz alta—, acabar para siempre con toda idea de creatividad y de autoría de los textos.
La puntilla
se la dio un texto de Barthes, precisamente ¿Por dónde empezar?
Ese texto la
desquició, le causó un mal irreparable, definitivo.
Un día me lo
pasó, y todavía lo conservo.
«Existe
—decía Barthes entre otras lindezas— un malestar operativo, una dificultad simple, y que es la que corresponde a todo principio: ¿por dónde empezar? Bajo su
apariencia práctica y de
encanto gestual, podríamos decir que esa dificultad es la misma que ha fundado la lingüística moderna: sofocado al
principio por lo heteróclito del lenguaje humano, Saussure, para poner fin a esa opresión que, en definitiva, es la del comienzo imposible, decidió escoger un hilo, una pertinencia (la del sentido) y devanar este hilo:
así se construyó un sistema de la
lengua.»
Incapaz de
escoger este hilo, María, que era incapaz de comprender, entre otras cosas, qué significaba exactamente lo de «sofocado al principio por lo heteróclito del
lenguaje» y, además, era
incapaz, cada vez más, de saber por dónde empezar, terminó enmudeciendo para siempre como escritora y leyendo Tel Quel desesperadamente, sin
entenderlo. Una verdadera tragedia,
porque una mujer tan inteligente como ella no merecía esto.
Dejé de ver a
María Lima Mendes en el 77, cuando regresé a Barcelona. Sólo hace unos pocos años, volví a tener noticias de ella. El corazón me dio un vuelco,
probándome que aún seguía
bastante enamorado de ella. Un compañero de trabajo de aquellos años de París la había localizado en Montevideo, donde María trabajaba para France Press.
Me dio su teléfono. Y yo la llamé
y casi lo primero que le pregunté era si había vencido al Mal y había podido
finalmente dedicarse a escribir.
—No, querido
—me dijo—. Lo del comienzo imposible me llegó al alma, qué le vamos a hacer.
Le pregunté
si no se había enterado de que en el 84 se había publicado un libro, El
espejo que vuelve, que atribuía los orígenes
del Nouveau Roman a una impostura. Le expliqué que esta desmitificación
había sido escrita por RobbeGrillet y
secundada por Roland Barthes. Y le conté que los devotos del Nouveau Roman habían preferido mirar hacia otro lado, puesto que el autor del exposé era
el mismísimo RobbeGrillet. Éste
describía en el libro la facilidad con la que él y Barthes desacreditaron las nociones de autor, narrativa y realidad, y se refería a toda aquella
maniobra como «las actividades
terroristas de aquellos años».
—No —dijo María, con la misma alegría de antaño y también con su deje de tristeza—. No me había enterado.
Quizás debería ahora inscribirme en
alguna asociación de víctimas del
terrorismo. Pero, en cualquier caso, eso no cambia ya nada. Además, está muy bien que fueran unos
estafadores, dice mucho en su
favor, porque a mí me encanta el fraude en el arte. Y ¿para qué engañarnos, Marcelo? Aunque quisiera, ya no
podría escribir.
Tal vez
porque andaba yo planeando este cuaderno sobre los escritores del No, la última
vez que hablé con ella, hará de eso
un año, volví a insistir —«ahora que han desaparecido las consignas técnicas e ideológicas del objetivismo y otras zarandajas», le dije con cierto sarcasmo—,
volví a preguntarle si no
había pensado en escribir por fin Le cafará o cualquier otra novela que reivindicara la pasión por la trama.
—No, querido
—dijo—. Sigo pensando lo de siempre, sigo preguntándome por dónde empezar, sigo paralizada.
—Pero, María...
—Nada de María. Ahora me hago llamar Violet Desvarié.
No escribiré novela alguna, pero al menos tengo nombre de novelista.
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