Capítulo 57 - Bartleby y compañía. Enrique Vila-Matas

 57) Me acuerdo muy bien de Luis Felipe Pineda, un compañero del colegio, como también me acuerdo de su «archivo de poemas abandonados».
 A Pineda le recordaré siempre la tarde gloriosa de febrero de 1963 en la que, desafiante y dandy, como buscando convertirse en el dictador de la moda y de la moral escolar, entró en el aula con la bata no abotonada del todo.
 Odiábamos en silencio los uniformes y más aún ir abotonados hasta el cuello, de modo que un gesto tan osado como aquél fue importante para todos, sobre todo para mí, que descubrí, además, algo que iba a ser importante en mi vida: la informalidad.
 Sí, aquel gesto osado de Pineda me quedó grabado para siempre en la memoria. Para colmo, ningún profesor tomó cartas en el asunto, nadie se atrevió a reprender a Pineda, el recién llegado, «el nuevo» le llamábamos, porque había entrado en el colegio a mitad de curso. Nadie le castigó, y eso confirmó lo que se había convertido ya en un secreto a voces: la distinguida familia de Pineda, con sus limosnas exageradas, tenía un gran predicamento entre la cúpula directiva de la escuela.
 Entró Pineda aquel día en clase —estábamos en sexto de bachillerato— proponiendo un nuevo modo de llevar la bata y la disciplina, y todos quedamos maravillados, muy especialmente yo, que tras aquel osado gesto quedé medio enamorado, encontraba a Pineda guapo, distinguido, moderno, inteligente, atrevido y —lo que quizás era lo más importante de todo— de modales extranjeros.
 Al día siguiente, confirmé que él era distinto en todo. Estaba mirándole medio de reojo cuando me pareció observar que en su rostro había algo muy especial, una expresión extrañamente segura e inteligente: inclinado sobre su trabajo con atención y carácter, no parecía un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. Era, por otra parte, como si en aquel rostro hubiera algo femenino. Durante un instante no me pareció ni masculino ni infantil, ni viejo, ni joven, sino milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes de las que nosotros teníamos.
 Me dije que tenía yo que convertirme en su sombra, ser su amigo y contagiarme de su distinción. Una tarde, al salir de la escuela, esperé a que todos los otros se dispersaran y, venciendo como pude mi timidez y mi complejo de inferioridad (provocado esencialmente por la joroba, que llevaba a todos los compañeros a conocerme familiarmente por el geperut, el jorobado), me acerqué a Pineda y le dije:
 —¿Vamos un rato juntos?
 —¿Por qué no? —dijo reaccionando con naturalidad y aplomo, e incluso me pareció que de forma afectuosa.
 Pineda no dejaba de ser el único de la clase que no me llamaba nunca geperut o geperudet, que aún era peor. Sin preguntarle por qué tenía ese detalle conmigo, me lo aclaró al decirme de repente —nunca se me olvidarán aquellas palabras— en un tono firme y enormemente seguro de sí mismo:
 —Nadie me merece más respeto que quien sufre alguna desventaja física.
 Hablaba como una persona mayor o, mejor dicho, mucho mejor que una persona mayor, ya que lo hacía con nobleza y sin tapujos. Nadie me había hablado hasta entonces de aquella forma y recuerdo que estuve un rato en silencio y él también hasta que de pronto me preguntó:
 —¿Qué clase de música escuchas? ¿Estás al día?
 Se rió tras preguntar esto, y lo hizo de una manera inesperadamente vulgar, como si fuera un príncipe hablando con un campesino y se esforzara en parecerse a éste.
 —¿Y qué es, para ti, estar al día? —le pregunté.
 —No estar anticuado, así de sencillo. Y a ver, dime, ¿tienes lecturas?
 No podía contestarle la verdad porque iba a hacer el ridículo, mis lecturas eran un desastre, del que era más o menos consciente, como lo era también de que me convenía que alguien me echara una mano en ese apartado. No podía decirle la verdad sobre mis lecturas porque tenía entonces que explicarle que andaba buscando amor y que por eso leía Amor. El diario de Daniel, de Michel Quoist. Y en cuanto a la música, otro tanto: no podía decirle que escuchaba sobre todo a Mari Trini, ya que me gustaban las letras de sus canciones: «¿Y quién, a sus quince años, no ha dejado su cuerpo abrazar? ¿Y quién no escribió un poema huyendo de su soledad?»
 —Escribo poesía de vez en cuando —dije, ocultando que a veces la escribía inspirado por temas de Mari Trini.
 —¿Y qué clase de poesía?
 —Ayer escribí una que titulé Soledad a la intemperie.
 Volvió a reírse como si fuera un príncipe hablando con un campesino y se esforzara en ser un poco como éste.
 —Yo, los poemas que escribo, nunca los termino —dijo—. Es más, no paso nunca del primer verso. Ahora, eso sí, tengo, como mínimo, cincuenta escritos. O sea, cincuenta poemas abandonados. Si quieres, ven ahora a casa y te los enseño. No los termino, pero, aun suponiendo que los acabara, nunca hablarían de la soledad, la soledad es para adolescentes cursis y temblorosos, no sé si lo sabías. La soledad es un tópico. Ven a casa y te enseñaré lo que escribo.
 —Y ahora dime, ¿por qué no terminas los poemas? —le preguntaba, una hora más tarde, ya en su casa.
 Estábamos los dos a solas en su espacioso cuarto, yo todavía impresionado por el exquisito trato que acababa de recibir de los no menos exquisitos padres de Pineda.
 No me contestó, se había quedado como ausente, miraba hacia la ventana cerrada que poco después abriría para que pudiéramos fumar.
 —¿Por qué no terminas los poemas? —volví a preguntar.
 —Mira —me dijo, finalmente reaccionando—, ahora vamos tú y yo a hacer una cosa. Vamos a fumar. ¿Tú fumas ya?
 —Sí —dije mintiendo, pues fumaba pero un cigarrillo al año.
 —Vamos a fumar, y después, si no vuelves a preguntarme por qué no los termino, te enseñaré mis poemas para ver qué te parecen.
 Sacó de un cajón de su escritorio papel de fumar y tabaco, y comenzó a liar un cigarrillo, luego otro. Después abrió la ventana y empezamos a fumar, en silencio. De pronto, fue hasta el tocadiscos y puso música de Bob Dylan, música directamente importada de Londres, comprada en la única tienda de Barcelona —me dijo— en la que vendían discos del extranjero. Me acuerdo muy bien de lo que vi, o me pareció ver, mientras escuchábamos a Bob Dylan. Ahora se ha sumergido del todo en sí mismo, recuerdo que pensé, estremecido, al verle más ausente que unos minutos antes, los ojos cerrados, muy concentrado en la música. Nunca me había sentido tan solo y hasta llegué a pensar que aquél podía ser el tema de un nuevo poema mío.
 Lo más raro vino poco después cuando vi que en realidad él mantenía los ojos abiertos; estaban fijos, no miraban, no veían; estaban dirigidos hacia dentro, hacia una remota lejanía. Habría jurado que él era extranjero en todo, más extranjero que los discos que escuchaba y más original que la música de Bob Dylan, que a mí, por otra parte —y así se lo hice saber— no acababa de convencerme.
 —El problema es que no entiendes la letra —me dijo.
 —¿Y tú sí la entiendes?
 —No, pero precisamente no entenderla me va muy bien, porque así me la imagino, y eso hasta me inspira versos, primeros versos de poemas que nunca termino. ¿Quieres ver mis poesías?
 Sacó, del mismo cajón del que había sacado el tabaco, una carpeta azul que llevaba una gran etiqueta en la que podía leerse: «Archivo de poemas abandonados».
 Recuerdo muy bien las cincuenta cuartillas en las que había escrito en tinta roja los poemas que abandonaba, poemas que, en efecto, jamás pasaban del primer verso; recuerdo muy bien algunas de esas cuartillas de un solo verso:

Amo el twist de mi sobriedad.

Sería fantástico ser como los demás.

No diré que un sapo sea.

 Me impresionó mucho todo aquello. Me pareció que Pineda había sido preparado por sus padres para triunfar, iba en todo muy adelantado y era en todo original y, además, le sobraba talento. Yo estaba muy impresionado (y quería ser como él), pero traté de que no se me notara todo eso y adopté un gesto casi de indiferencia al tiempo que le sugería que haría bien en molestarse en terminar aquellos poemas. Me sonrió con una gran suficiencia, me dijo:
 —¿Cómo te atreves a darme consejos? Me gustaría saber qué es lo que tú lees, recuerda que aún no me lo has dicho. A mí me parece que lees tebeos, el Capitán Trueno y todo eso, anda, dime la verdad.
 —Antonio Machado —contesté, sin haberlo leído, sólo retenía ese nombre porque íbamos a estudiarlo.
 —¡Qué horror! —exclamó Pineda—. Monotonía de la lluvia en los cristales. Los colegiales estudian...
 Fue hacia la biblioteca y volvió con un libro de Blas de Otero, Que trata de España.
 —Toma —me dijo—. Esto es poesía.
 Ese libro todavía lo conservo, porque no se lo devolví, fue un libro fundamental en mi vida.
 Después, me mostró su amplia colección de discos de jazz, casi todo discos importados.
 —¿También te inspira versos el jazz? —le pregunté.
 —Sí. ¿Qué te juegas a que en menos de un minuto te compongo uno?
 Puso música de Chet Baker —que, a partir de aquel día, pasaría a ser mi intérprete favorito— y se quedó durante unos segundos totalmente concentrado; de nuevo, con los ojos dirigidos hacia dentro, hacia una remota lejanía. Pasados esos segundos, como si estuviera en trance, tomó una cuartilla y, con un bolígrafo rojo, anotó:

Jehová enterrado y Satanás muerto.

Logró dejarme fascinado. Y esa fascinación iría yendo en aumento a lo largo de todo aquel curso. Me convertí, tal como había deseado, en su sombra, en su fiel escudero. No podía yo sentirme más orgulloso de ser visto como el amigo de Pineda. Algunos dejaron incluso de llamarme geperut. Sexto de bachillerato está ligado al recuerdo de la inmensa influencia que él ejerció sobre mí. A su lado aprendí infinidad de cosas, cambiaron mis gustos literarios y musicales. Dentro de mis lógicas limitaciones, hasta me sofistiqué. Los padres de Pineda medio me adoptaron. Empecé a ver a mi familia como un conjunto desdichado y vulgar, lo que me causó problemas: ser, por ejemplo, tildado de «señorito ridículo» por mi madre.
 Al año siguiente, dejé de ver a Pineda. Por motivos laborales de mi padre, mi familia se trasladó a Gerona, donde pasamos unos años, allí estudié preuniversitario. Al regresar . a Barcelona, ingresé en Filosofía y Letras, convencido de que J allí me reencontraría con Pineda, pero éste, ante mi sorpresa, se matriculó en Derecho. Yo escribía cada vez más versos, huyendo de mi soledad. Un día, en una asamblea general de estudiantes, localicé a Pineda, fuimos a celebrarlo a un bar de la plaza de Urquinaona. Yo viví aquel reencuentro con la sensación de estar viviendo un gran acontecimiento. Al igual que en los primeros días de nuestra amistad, se me aceleró el corazón, lo viví todo de nuevo como si estuviera gozando de un gran privilegio: la inmensa suerte y felicidad de estar en compañía de aquel pequeño genio, no dudaba yo que a él le esperaba un gran porvenir.
 —¿Sigues escribiendo poemas de un solo verso? —le pregunté por preguntarle algo.
 Pineda volvió a reírse como en los días de antaño, como un príncipe de un cuento medieval que estuviera entrando en contacto con un campesino y se esforzara en rebajarse para parecerse a éste. Recuerdo muy bien que sacó de su bolsillo papel de fumar y se puso a escribir, sin pausa alguna, un poema completo —del que curiosamente sólo recuerdo el primer verso, sin duda impactante: «la estupidez no es mi fuerte»—, que poco después convirtió en un cigarrillo que tranquilamente se fumó, es decir que se fumó su poema.
 Cuando hubo terminado de fumárselo, me miró, sonrió y dijo:
 —Lo importante es escribirlo.
 Creí ver una elegancia sublime en aquella forma suya de fumarse lo que creaba.
 Me dijo que estudiaba Derecho porque Filosofía era una carrera sólo para niñas y monjas. Y, dicho esto, desapareció, dejé de verle en mucho tiempo, en muchísimo tiempo o, mejor dicho, a veces le veía, pero siempre en compañía él de nuevos amigos, lo que dificultaba la relación, la maravillosa intimidad que habíamos tenido en otros días. Un día me enteré, a través de otros, de que él iba a estudiar para notario. Durante muchos años no lo vi, lo reencontré a finales de los ochenta, cuando ya menos me lo esperaba. Se había casado, tenía dos hijos, me presentó a su mujer. Se había convertido en un respetable notario que, tras muchos años de peregrinaje por pueblos y ciudades de España, había logrado desembocar en Barcelona, donde acababa de abrir despacho. Me pareció que estaba más guapo que nunca, ahora con las sienes plateadas, me pareció que mantenía el porte de distinción que tanto le distinguía del resto del mundo. A pesar del tiempo transcurrido, de nuevo se me disparó el corazón al estar ante él. Me presentó a su mujer, una gorda horrible, lo más semejante a una campesina de Transilvania. Aún no había yo salido de mi sorpresa cuando el notario Pineda me ofreció un cigarrillo, que acepté.
 —¿No será uno de tus poemas? —le dije con una mirada de complicidad al tiempo que miraba también a aquella gorda infame que nada tenía que ver con él.
 Pineda me sonrió como antaño, como si fuera un príncipe disfrazado.
 —Veo que sigues tan genial como en el colegio —me dijo—. ¿Ya sabes que siempre te admiré mucho? Me enseñaste una barbaridad de cosas.
 Mi corazón se contrajo como invadido por una repentina mezcla de estupor y frío.
 —Mi chiquito me ha hablado siempre muy bien de ti —terció la gorda, con una vulgaridad más que aplastante—. Dice que eras el que sabía más de jazz del mundo.
 Me contuve, porque tenía ganas hasta de llorar. El chiquito debía de ser Pineda. Me lo imaginé a él cada mañana entrando en el cuarto de baño detrás de ella y esperando a que se subiera a la báscula. Me lo imaginé arrodillándose junto a ella con papel y lápiz. El papel estaba lleno de fechas, días de la semana, cifras. Leía lo que marcaba la báscula, consultaba el papel y asentía con la cabeza o fruncía los labios.
 —A ver qué día quedamos— y tal y cual —dijo Pineda, hablando como un verdadero palurdo.
 Yo no salía de mi asombro. Le hablé del libro de Blas de Otero y le dije que iba a devolvérselo y que perdonara que hubiera tardado treinta años en hacerlo. Me pareció que no sabía de qué le hablaba, y yo en ese momento me acordé de Nagel, un personaje de Misterios, de Knut Hamsun, de quien éste nos dice que era uno de esos jóvenes que se malogran al morir en la época de la escuela porque el alma les abandona.
 —Si ves por ahí a alguno de tus poetas —me dijo Pineda, tal vez queriendo ser genial, pero con un insufrible tono plebeyo—, te ruego que no saludes a ninguno, absolutamente a ninguno, de mi parte.

 Luego frunció el ceño y se miró las uñas y acabó estallando en una obscena y vulgar carcajada, como ensayando un aire de euforia para tratar de disimular su profundo abatimiento. Abrió tanto la boca que vi que le faltaban cuatro dientes.

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