Danzarín (Ryota Komatsu)



Cuento ganador de la convocatoria de la compañía Mandrágora en Escena, "La danza y la literatura andan juntas". Todos los derechos cedidos para publicación editorial y el montaje en danza contemporánea, celebrado el pasado 21 de diciembre de 2012 (Foto: Mandrágora en escena, montaje de la obra).

Danzarín (Ryota Komatsu)

¡Pero si el amor nos salva…! Es decir, digamos que formamos parejas, y parejas con intereses en común: con la apropiada conflagración de sentimientos para robarle a la cotidianidad una alegría cada noche, a cada día gris un rayito de sonrisa. Y venimos así, ¡tan guapachosos!, tan hidratados del bazo y la barriga, ¡tan fragantes! Vamos con los pulmones tan llenos de aire, que inhalamos cielo y exhalamos nubes. La maravilla toca cada hecho y nos asalta una lluvia de pétalos la intimidad. Esa frondosidad natural, física y etérea, nos toca con alegría de fiesta una milonga para cada noche.

Entonces queremos salvar ese amor danzarín, buscarle un seguro de vida. ¿Cómo no? Tocamos las ventanillas de Maphre o Seguros Bolívar en busca de una señorita de blusa formal, a rayitas azules, para que nos ofrezca un documento que nos blinde la maravilla por la eternidad con un tono color Disney.

Puesto, digamos, en clave teatral, de danza y escenario, solo para que esta idea baile de manera grupal en el lector y no se quede en simbología gratuita (o cara teniendo en cuenta lo que ganan los seguros gracias al placebo mental de que alguien te responda ante la pérdida, tras haber pagado cientos de veces un precio por encima del valor del objeto asegurado), en clave teatral, de danza y escenario, decía, entran tres parejas modelo de esta alegría tipo exportación, que raya con la sublimación espiritual. Las tres parejas con el cuerpo casi en flote, con un carnaval íntimo de felicidad, frugalidad de pasos y picardía en los labios. ¡Baila danzarín tu felicidad hasta quererla materializar... abrazar, tomar, atrapar, concretar y, sin darte cuenta de la trampa de este último verbo, sepultar.

Porque llega el tono rosa de asegurar lo inasegurable. Suenan violines. Nos arrodillamos los hombres frente a las mujeres, por costumbre, y bajo el símbolo del anillo pedimos el compromiso y una mano que nunca será nuestra (¿o acaso al final terminamos con un miembro más y ella con discapacidad?). Y nos vamos con orgullo, las tres parejas, de gancho, ante un altar y un sacerdote todopoderoso, o un chamán, o un rabino, o un notario, o un hombre con curso de ministro y certificado por Internet, para que selle y sacralice ese pacto, esa unión, con una tonada de piano de fondo y lluvia de arroz o lentejas. 

Así se concreta el amor. Se cristaliza. En vez de ser materia elástica de juego, se vuelve porcelana de especial cuidado, puesta en una vitrina de exhibición. Y cuando dejamos ese órgano de tejidos y nervios convertido en un monumento de capas de yeso, pues pasa lo que la mirada ante la roca: la ocultación de su importancia pues está solidificada. O, dicho de otra forma, comenzamos a ignorar lo que damos por seguro. Ha pasado el amor a ser algo “fuerte”, decimos, sin colocarlo entre comillas, y sin notar que lo fuerte en materia de amor es una mentira. 

Las parejas modelos -tres, recuerden-, desdoblan sus rodillas y se retiran de la bendición del altar sintiendo algo diferente en el pecho. Un dolor. El miedo interior hizo cambiar el tono amarillo y azul del escenario a un tono de rojo preocupación. Un miedo se instaló en el pecho, como un virus, en su última e imperceptible mutación. Las parejas modelo se miran entre ellos, como desconocidos, dan pasos a seguir que no se siguen, hay torpeza al andar. Los abrazos son incómodos y esporádicos; los movimientos y giros, bruscos. Saldo rojo en la cuenta bancaria del cariño. Rutinas de cemento y obligaciones, en vez de baile. Se acabó el carnaval. Las parejas muestran ganas de escapar sin salida de emergencia aparente. Todo esto bajo un lamento de violines, un rechinar de dientes, un gritarse enmudecidos, una repelencia por cárcel domiciliaria, hasta llegar al abandono intempestivo, a veces violento.

El problema no está adentro, se piensa, ah no, es cuestión de cambio de pareja, y cambiamos con el del lado, el que está a mano. Sólo hay que girar el cuerpo y agarrar otra pareja. Y avanzamos con ella tapándonos el pecho por un vacío seco, un dolor escondido, un dolor en el actuar, un dolor de miedos, de aceptar el fluir del amor y su transformación en algo quizá más bello. Bailamos con la nueva pareja y repetimos la receta, ¡cómo no!, ¡es mejor la seguridad…que esperar a que me cambien por otro! Y aunque nos tapamos un poco el plexo solar, por aquello que no resultó con la anterior pareja, vuelve ese tono de alegría ya conocido, sin saber que un contrabajo nos persigue los talones, un contrabajo que desdibuja mentiras.

Y aunque repitamos toda esa belleza –perseguir gorriones, cazar mariposas con el saco estomacal y vivir con hormigueo en los pies–, el tono de seguridad vuelve de nuevo rojo, fuerte, incandescente, con su marca de confusión. ¿Qué es lo que somos? ¿Hacia dónde va esta relación? ¿Dónde está mi anillo? Las parejas bailan queriéndose acompasar bajo el piano. Y vuelven al altar o a un simple compromiso mutuo (el altar ya es algo grave, se descubrió en pellejo propio, abogados y escrituras), y continúan bailando con reglas momificantes, que sin pensar los envuelve hasta la rigidez. La melancolía de lo que no se alcanza , de la inconstancia de los sentimientos, ataca los ojos con gas pimienta. Ellos y ellas observan sus parejas pasadas y no encuentran explicación a que el ciclo se repita. Se rechazan y convulsionan todo ese amor entrecomillado, nunca reflexionado. Porque al amor no hay que estudiarlo, nos han dicho, claro. Y así, aceptado a ciegas, todo amor es un amor con banderillas sobre el lomo, que lo desangran de significado. Claro, para el que quiere que toda su tranquilidad y alegrías llegue de manos de otro.

Y, bueno, sucede el aborto, se prefiere la soledad como aquel buey solo que bien se lame. Se le da la vuelta a la página del amor creyendo que se hizo “todo-lo-posible” por salvarlo y amargamente nos dejó. Pero al amor, reconozcámoslo, no había que darle un flotador, un seguro, una bóveda, una infusión de antibióticos, un trozo de ambrosía: al amor había que dejarlo transitar libre, para que él viniera cada tanto a salvarnos, para darnos flote sobre miedos, apegos, compañías aseguradoras, sobre sacerdotes, chamanes, notarios, bodas, estereotipos y deberes culturales.

Al amor había que dejarlo-ser para que al final no se viera esto: las parejas desintegradas y dándose la espalda, las caras con ojos húmedos y un dolor clavado en el pecho. El pecho alumbra sin amor. Solo quedó la jaula de oro adentro, dispuesta a atrapar con la misma fórmula otro pajarito, que es ave de paso si se le quita libertad. En vez de la memoria del amor danzarín, queda la repetición de contados fracasos como cruces y ceniza. ¿La razón? Todos, alguna vez, hemos empezamos con el mismo pie: el de la garantía, el de la estabilidad de por vida, el del locker estrecho y cerrado del pecho, para no dar a todo el mundo lo que se tiene adentro como una catarata. Que unos lo tomen o no, no nos corresponde. En todo caso, ese pie que busca tierra firme, en vez de las posibilidades de nadar, o saltar, ese pie que no se deja llevar por su peso de miedos, ese pie nos trastoca el baile. Nos hace zancadilla.




Comentarios

Dante Scarpetta ha dicho que…
"Todos, alguna vez, hemos empezamos con el mismo pie-"
:D

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