Andrés es Caicedo (no Hilton)

Vamos a una esquina cualquiera, a una sala de cine, a un café o un rincón de biblioteca, y preguntemos por él, por Andrés Caicedo. Acumularemos un enjambre de opiniones que variarán desde la simple simpatía, pasando por el fanatismo, hasta tocar la aversión o incluso el completo desinterés. Y antes era un regocijo formar parte del grupo de simpatizantes del escritor, porque Andrés innovó en la novela urbana, porque acertó al escoger de la jerga de su época el lenguaje que perduraría, porque su obra se tiñó de la oscuridad de Poe pero arrojó luces sobre la literatura colombiana que aún lo mantiene en pie… pero últimamente resulta más sencillo compenetrarse con aquellos que disgustan del escritor que con quienes lo aprecian. Porque Andrés Caicedo llegó a las fauces de la maquinaria de explotación, donde la vida privada figura como medio propagandístico para extender el alcance de una obra, y se opacan los cimientos que posee la misma para sobrevivir al tiempo y la crítica.

El cuento de mi vida inicia este desenfoque obra-escritor y manifiesta cuál es el camino que pretende buscar su editorial. Este libro es un compendio de cartas y páginas de diario del escritor, donde plasma incertidumbres y opiniones acerca de sus jornadas de ocio y de trabajo, de sus inseguridades para relacionarse y del continuo masticar de la realidad inmediata en que se halla. Son notas personales donde describe sus emociones, escritas sin rigor, pues sabe que se expresaba para sí mismo. Y te las empacan y venden como un breve recuento que incluye fichas para rearmar el rompecabezas de una mente confundida, y que no hubiera tenido éxito si no fuera por la clave del morbo: la autodestrucción, o Qué pensaba Andrés como para llegar a suicidarse.

Y se hace evidente con la introducción de la solapa: Caicedo, quien ha devenido con el tiempo en un autor de culto, se quitó la vida a los 25 años, el mismo día en que recibió el primer ejemplar impreso de su novela ¡Que viva la música! Qué bien, meten la lamida con eso de actor de culto y luego, zas, ¡se quitó la vida! Como si fuera muy importante morirse. El escritor griego Esquilo murió cuando un buitre quebrantahuesos dejó caer sobre él una tortuga de gran tamaño, confundiendo su cabeza calva con una piedra. Y ninguna de sus obras llevan una propaganda tan absurda como decir: “Gran autor griego. Murió porque le cayó una tortuga en la cabeza, el mismo día en que recibió Prometeo Encadenado, impreso en un papiro”. Pero Andrés Caicedo padece el estigma de escritor suicida como si fuera su parte más virtuosa. Y el Cuento de mi vida no es el único título que usa este estilo, entre ellos hallamos: Andrés Caicedo o la muerte sin sosiego, Equilibrio encimita del infierno: Andrés Caicedo y la utopía del trance, y el más reciente, Mi cuerpo es una celda. Libros que no proyectan los desafíos que Andrés tuvo frente a su obra, ni su opinión frente a la realidad de todos: es sólo un hombre común enfrentando su íntima, particular y delimitada vida.

¿Acaso en una entrevista a Faciolince se le preguntaría por cómo le va en la cama con su mujer? ¿O a Efraím Medina se le preguntaría de dónde viene ese repudio y dificultad para relacionarse con extraños? Se extralimitaría el entrevistador, convirtiéndose en chismógrafo de colegio. Y sería un rudo entrometimiento a la vida privada de los escritores del ejemplo. Con Andrés está sucediendo lo mismo, lo están llevando a la fama, acercándolo a los tabloides, y no para impulsar el análisis serio de su obra, sino para catapultar sus ventas.

Tales métodos son válidos para figurillas de cámaras y coctel, cuyos productos de empaque se alimentan del escándalo y la celebridad de su dueño para mantenerse en vitrina. Figurillas alimentadas del fanatismo, siempre tan vacío, que rondan posudas y sonrientes en los canales de entretenimiento con su última separación, el nuevo enredo, la entrada al manicomio o su más vívido y reciente video porno.

Una obra literaria no encaja en este movimiento. Ni tampoco, debería, su autor. Porque sucede que se confunde la tinta escrita con las banalidades cotidianas de un humano normal. Y el chisme y las habladurías toman carrera en aquellos cafés o rincones de biblioteca, y se postulan nuevas hipótesis por las que el muchacho que escribía tomó un poco de pepas para mudarse de planeta. Y se oyen discusiones típicas de vecinas comunicativas de barrio: Oístes, mija, el Andrés como que se las tomó porque la noviecita ésa, una zunguita, andaba con él y con el Mayolo, Nooo, mija, si yo supe, por tal libro, que lo hizo porque se estaba quedando sordo y ya no pudo componer más música.

Enrique Buenaventura habló lo justo de Andrés: “Es un hombre sencillo al que han convertido en mito”. Y el mismo Andrés parecía querer protegerse de estas eventualidades dentro de su obra: Que nadie sepa tu nombre, y que nadie amparo te dé. Que no accedas a los tejemanejes con la celebridad. Si dejas obra muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos. Sin embargo sus amigos cedieron a la demanda de curiosos y desequilibrados seguidores, que a lo mejor son aquellos que comprando las revistas del Jet-Set, pagan los sueldos de paparazzis y sostienen la hemorragia de farándula que atosiga los medios de comunicación. Y por más que Andrés se hubiera fascinado con su rubia, rubísima, de ¡Qué viva la música!, no le hubiera simpatizado ocupar un lugar al lado de la (garganta) profunda y enternecedora Paris Hilton. Seguro que allí se suicida el muchacho, y con argumento.

¿Dónde quedó el significado de vida privada, de cartas personales y de diarios? ¿Dónde el derecho a defender los límites de la intimidad? No importa que su cuerpo yazca desnudo de toda carne, con algo debería cubrirse o protegerse. Para que esa biografía clandestina, enardecida con fuegos artificiales, ingenuamente autorizada por amigos y familiares, no borre de la memoria la obsesión y el logro de Andrés, por la que se preocupó maniáticamente, al punto de dejar la vida en ello, su Obra.

Y como si Andrés se lo esperara, preparó una defensa que encaja en la parafernalia que le han montado a su vida, y por la que ya uno se siente más seguro siendo indiferente y ácido con aquel adolescente atormentado, que respetando y rescatando su obra: Ya se dice que vienen de otras ciudades a conocerme y a gastar canecas. Sacan fotos mías en la prensa amarilla, y yo me río imaginando la cara de escándalo que harán los cerdos, si no fuera porque ahora me faltan fuerzas, lograría unión para salir y gritar consignas y quebrar ventanas, pero para qué ilusiones si quedan lejos esos barrios: ya no son nunca más mi rumbo.

Sí, este ya no es el rumbo de Andrés Caicedo, pero quien quiera encontrarlo refiérase a su obra, allí se encuentra nítido, libre de esos tormentos de la existencia tan criticados, allí corrige sus fealdades, allí se declara siemprevivo y no muriendo en la vejez de su adolescencia. Andrés Caicedo es su obra. Para lo único que nació aparentemente, para ser crítico de cine y productor de literatura, para amar de manera vertiginosa y enfermiza a su musa, llámese Cali, la música, el cine o su Patricita. Librémonos de fanatismos irrespetuosos y arrojémosle la última palada de tierra a su cuerpo, que parece no descansar desde hace 30 años, y quedémonos con sus renglones latentes, sus novelas, sus poemas y sus cuentos, que fotografían una generación y que adelantan una nueva forma de retratar la urbanidad. Por favor, Andrés es Caicedo, no Hilton, lo demuestra su pluma que baila con tal calidad artística, que se ha mantenido vigente con los años, y sin necesidad de tal amarillismo editorial.

Pinturas de Andrés: art.florez.googlepages.com

1er Fotografía: LaCasaAmarilla-Cali

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